Mientras
medio mundo comentaba la sorprendente ceremonia de los juegos
olímpicos de Pekín, su puntualidad casi británica, su
supersticiosa hora de comienzo en una fecha causal, él se servía su
tercera copa. Pasaban exactamente ocho minutos de las dos del
mediodía, hora española, (las 08:08, hora olímpica) cuando decidió
acercarse al balcón de su cuarto piso. No tenía a dónde ir. El
alcohol empezaba a hacer efecto. Hacía tiempo que se había
convertido en un alquimista. Eliminaba sus impurezas, quizás no del
mejor modo, quemándolas en alcohol para entregarse al curso de la
naturaleza. Era el combustible perfecto. Se sentía ave. Veía crecer
las alas. Quería tenderlas y volar. Había suficiente altura para
probarlo. Pero una y otra vez asistía estupefacto a su inexcusable
cobardía. Y cada vez que parecía decidido, el miedo hacía acto de
presencia en múltiples formas.
Aquel
día, aquel día capicúa, en el que todos los astros parecían
conjurados para ayudarle a conseguir su objetivo, aquel día de nuevo
apareció el temor. Vislumbró el futuro y sólo vio su cuerpo
ensangrentado en el suelo, los vecinos arremolinados a su alrededor y
su mujer riendo a carcajadas. Notó el dolor intenso en todos sus
huesos rotos, aún con un halo de vida, un suspiro. Lo suficiente
para darse cuenta de lo que pasaba, de las conversaciones, los dimes
y diretes en cuerpo casi presente. Te lo dije. No lo aguantaría más.
Qué pena terminar así con lo joven que era. ¿Por qué se ríe?
¡Aún respira! De ésta no sale vivo.
No.
No iba con él. No. El miedo a terminar con todo. Era tan patética
su existencia que estaba absolutamente convencido que su fin sería
igual de patético. Nada de golpes secos ni muerte súbita. No.
Sufriría como había sufrido en vida. No le valía la pena, así que
a las 14:10, tan sólo dos minutos después de su recurrente
pensamiento, decidía entrar de nuevo al comedor y ver íntegra la
ceremonia mientras se servía la cuarta copa. Ya volaría mañana.
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