Me
crecieron las alas y las cortaste con un simple gesto. Me metiste
meticulosamente en una caja de cartón, envuelta en celofán y cinta
de embalar. Me mantuviste en el almacén de los recuerdos perdidos como
un muñeco de trapo viejo.
Un día sin más fuiste a buscar otra caja y encontraste
la mía. Allí seguía. Cubierta de polvo. Los ojos acristalados de
haber perdido las lágrimas en los primeros meses. Cristales que
reflejaban tu rostro. Ojos que pedían con clemencia una gota para
resucitar. Me sacaste de la caja y volviste a recomponerme. Volviste
a vestirme con trajes caros, a maquillar mis mejillas y mis labios. Me sacaste a pasear orgulloso
durante días. Empezaste de nuevo a amar mi cuerpo. Creíste recordar
que había una posibilidad. Pero mi caja, allí en tu salón
molestaba y sólo había dos opciones.
Escogiste volverme a esconder
en las tinieblas de la habitación oscura. Rompiste mi cuerpo en mil
pedazos por si acaso. Descuartizaste mis miembros y acuchillaste mi
corazón. Guardaste un mechón de pelo por puro fetichismo. Creíste
que mejor sería incinerar la caja y mis restos. Quemaste todo lo que
podía recordarte a mí y lanzaste las cenizas al vuelo.
En
las noches frías de invierno mis
cenizas vuelven suspendidas en la espesa niebla. Mis cenizas vuelven y se meten en tus ojos color
marrón intenso. El blanco de
los ojos es ya gris y huele al incienso de mi perfume. Porque sigo
flotando en el aire. Siempre seguiré flotando en el aire para
recordarte cuanto daño me hicieron tus gestos. Para martirizarte sin
poder olvidar los besos que nos dimos antes de partirme las piernas,
meterme en aquella caja de cartón doblando y rompiendo mi cuerpo y prenderme
fuego.
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